Después de comprobar el interesante despertar de Hernando de Soto en la campaña y un posible ascenso en las encuestas, así como el escándalo de su vacunación en EEUU. No pude dejar de repasar lo que había leído algunos años antes sobre su figura. Y de la mano, nada menos, que del Nobel de literatura, Mario Vargas Llosa.
El libro es «El pez en el agua» y narra las peripecias de Vargas Llosa como candidato casi ganador de las elecciones de 1990. Allí dedica algunas palabras a Hernando de Soto. Éstas, al inicio halagadoras, terminan por destruir al personaje y generar una enemistad que dura hasta nuestros días.
Replico aquí los párrafos textuales del libro:
Aquella investigación, hecha por un equipo dirigido por Hernando de Soto, fue muy importante para la promoción de las ideas liberales en el Perú y marcó una suerte de frontera. De Soto había organizado, en Lima, en 1979 y 1981, dos simposios internacionales para los que trajo un elenco de economistas y pensadores —Hayek, Friedman, Jean-Francois Revel y Hugh Thomas entre otros— cuyas ideas fueron un ventarrón modernizador y refrescante en ese Perú que salía de tantos años de demagogia populista y dictadura militar. Yo había colaborado con Hernando en estos eventos, hablado en ambos, lo ayudé a formar el Instituto Libertad y Democracia, seguí de cerca sus estudios sobre la economía informal y quedé entusiasmado con sus conclusiones. Lo animé a volcarlas en un libro y, cuando lo hizo, además de prologarlo, promoví El otro sendero en el Perú y el mundo como no lo he hecho jamás con un libro mío. (Llegué a insistir hasta la impertinencia con The New York Times Magazine para que me aceptaran un artículo sobre él, que apareció por fin el 22 de febrero de 1987, y que se reprodujo luego en muchos países.) Lo hice porque pensaba que Hernando sería un buen presidente del Perú. Él lo creía también, así que nuestra relación parecía magnífica. Hernando era vanidoso y susceptible como una prima donna y cuando lo conocí, en 1979, recién llegado de Europa, donde había vivido buena parte de su vida, me pareció un personaje un tanto pomposo y ridículo, con su español trufado de anglicismos y galicismos y sus cursilerías aristocráticas (al apellido paterno le había añadido un coqueto «de» y por eso Belaunde se refería a él, a veces, como «ese economista con nombre de conquistador»). Pero pronto creí descubrir bajo su exterior pintoresco una persona más inteligente y moderna que el común de nuestros políticos, alguien que podía liderar una reforma liberal en el Perú y a quien, por tanto, valía la pena apoyar en su frenesí publicitario, dentro y fuera del país. Es lo que hice, creo que con mucho éxito y, también, confieso, algo de embarazo, al conocerlo más de cerca y descubrir que estaba contribuyendo a fabricarle a De Soto una imagen de intelectual que, como dicen mis paisanos, lloraba al ser superpuesta sobre el original.
Cuando la movilización contra la estatización, Hernando de Soto estaba de vacaciones, en la República Dominicana. Lo llamé, le conté lo que ocurría y él adelantó su regreso. Al principio mostró reservas contra el mitin de la plaza San Martín —propuso, a cambio, un simposio sobre la informalidad en el coliseo Amauta—, pero, luego, él y toda la gente del Instituto Libertad y Democracia colaboraron con entusiasmo en su preparación. Su brazo derecho de entonces, Enrique Ghersi, fue uno de los animadores y Hernando uno de los tres oradores que me precedieron. Su presencia en ese estrado dio lugar a muchas presiones en la sombra, que yo resistí, convencido de que quienes se oponían a que hablara, entre mis amigos, alegando que sus palabrejas en inglés provocarían risotadas en la plaza, lo hacían por celos y no, como me aseguraban, porque les parecía un hombre con más ambiciones que principios y de dudosa lealtad.
Su conducta posterior dio amplia razón a mis amigos. La víspera misma del mitin del 21 de agosto, del que era en teoría parte activa, De Soto celebró una discreta entrevista con Alan García en Palacio de Gobierno que sentó las bases de una provechosa colaboración entre el gobierno aprista y el Instituto Libertad y Democracia que catapultaría al personaje en una carrera de un arribismo desatado (que alcanzaría nuevas cumbres, luego, con el gobierno y con la dictadura del ingeniero Fujimori). Aquella colaboración fue astutamente ideada por Alan García para publicitarse, de pronto, a partir de 1988, en uno de esos vuelcos acrobáticos de que los demagogos son capaces, como un súbito promotor de la propiedad privada entre los peruanos de escasos recursos, un presidente que realizaba una de nuestras aspiraciones: hacer del Perú un «país de propietarios». Para ello se fotografiaba a diestra y siniestra con De Soto, el «liberal» del Perú, y propiciaba ruidosos y, sobre todo, costosos proyectos —por la millonaria publicidad que los rodeaba— en los pueblos jóvenes, que Hernando y su instituto realizaban para él en lo que pretendía ser una competencia abierta con el Frente. La maniobra no tuvo mayor efecto político en favor de García, como éste esperaba, pero sirvió, en lo que a mí concierne, para conocer los alcances insospechados del personaje al que, con mi ingenuidad característica, llegué a creer en un momento capaz de adecentar la política y salvar al Perú.
Porque, al mismo tiempo que, movido por el despecho a que era tan propenso o por razones más prácticas, De Soto se convertía en el Perú en un enemigo solapado de mi candidatura, en Estados Unidos, en cambio, mostraba por doquier el vídeo del mitin de la plaza San Martín como testimonio de su popularidad. Pero quien de este modo audaz traía, sin duda, simpatía y apoyos de fundaciones e instituciones norteamericanas para su instituto, se daba maña, al mismo tiempo, para deslizar insinuaciones contra el Frente Democrático en el Departamento de Estado y diversas agencias internacionales ante personas que, algunas veces, desconcertadas, acudían a mí a preguntarme qué significaban estos maquiavelismos. Significaban, simplemente, que quien había descrito con tanta precisión el sistema mercantilista en el Perú había terminado por ser su mejor prototipo. Quienes lo promovimos —y, en cierta forma, lo inventamos— debemos decirlo sin ambages: no servimos la causa de la libertad, ni la del Perú, sino los apetitos de un criollo Rastignac.
Te lo resumo así nomás
Lo destacable de estos párrafos, y que pueden servir para el contexto actual, es que Hernando de Soto fue una figura promovida, y podría decirse, creada por Vargas Llosa, que luego termina dándole una puñalada por la espalda.
De los elogios de entonces «pensaba que Hernando de Soto sería un buen presidente del Perú», pasó a ser un «mercantilista», un «enemigo solapado de mi candidatura» y «un criollo Rastignac«; o sea, un trepador, para entendernos mejor.
Cualquiera que leyera estos párrafos sin duda se haría una imagen muy desfavorable del actual candidato a la presidencia del Perú. Más marketero que economista, interpretando a Vargas Llosa, cuya prosa prodigiosa no hace más que hundir a Hernando de Soto a prácticamente la categoría de Judas. Es como si en segunda vuelta apoyase a un candidato de derecha y luego se vaya con el más izquierdoso.
Hijo de p…
La respuesta de Hernando de Soto no pudo ser más contundente y permanece con más claridad en el recuerdo de los peruanos. Llamó a Vargas Llosa «hijo de p…».
Además, De Soto califica a Vargas Llosa de «saboteador» del Perú, ya que tras el golpe de Estado del presidente peruano, Alberto Fujimori, el 5 de abril de 1992, el escritor pidió la suspensión de toda ayuda económica a su país.
De Soto dijo en ese momento, que Vargas Llosa lo único que hace en el extranjero es «luchar en contra del nombre de su país y siempre en beneficio propio».
Como ven, la historia sigue despertando suspicacias hasta el día de hoy. De Soto ya hizo sus descargos cada vez que le han preguntado sobre el particular. Ahora falta que Vargas Llosa salga de su comodidad en Londres y termine actualizando su opinión sobre el candidato.