A finales de la década de 1970, un jovencito flacucho y tímido llegó a Piura para ganarse la vida y lo primero que logró fue ser el limpiador de una tienda de repuestos en la Av. Sánchez Cerro, frente a la Plazuela Merino. Había “bajado” de Las Pircas, un caserío de Frías, Ayabaca, a unos 3.500 metros de altura.
Florentino Flores López, con 19 años, dejó a sus padres y su tierra, los sembríos de maíz, papa y frijol para emprender un futuro que no sabía ni por dónde iniciar ni que terminaría en la cocina. Era el menor de 12 hermanos, había acabado la secundaria en Chalaco (distrito de Morropón), donde aprendió a tocar guitarra, y pronto trabajó como profesor suplente. Pero no le gustó, quería más… ¿qué quería?
Su vida se fue convirtiendo en esas letras dolidas y viajeras que contaban los pasillos y sanjuanitos que llevaba en un casete. La nostalgia del hogar y los primeros amores recrudecía.
En esa época de gobierno militar en el Perú con el general Morales Bermúdez, Florentino Flores viajo hacia el puerto de Paita gracias a su hermano Absalón: por primera vez conoció el mar y trabajó en un montacargas pesquero, y aprendió a ser soldador y mecánico.
Cuarenta años después, sentado en una de las mesas de su restaurante “La cabañita piurana”, en San Juan de Lurigancho (lima), cuenta su historia como si hubiera sido hace meses que le dijeron que cocine un lenguado en una chata pesquera para los demás trabajadores.
-Allí empezó todo
Y es verdad. Sus compañeros y jefes le felicitaron, le aplaudieron, se chuparon los dedos, incluso le dijeron que se dedique a la cocina, y que viaje a Lima, que allá había oportunidades. Fue en ese momento en el que decide por la aventura de viajar hacia lo desconocido. “Solo conocía Catacaos. Subí a un bus, solo llevaba mi liquidación, una mochila y el poncho que me regaló mi madre”. Las palabras de Florentino agarran un tono efusivo, entusiasta y socarrón, característico de los piuranos cuando hablan cantando.
-¡Quería bajarme del buuuus! Pero el camino estaba hecho para mí.
Su vida en la Lima de la década de 1980, con 20 años, empezaba por las frescas y extensas haciendas de Pro, su primer paradero. Allí empezaron a llamarle “paisano”. Aprendió a ser operario de máquinas industriales en una fábrica de productos plásticos. Siempre era él quien cocinaba para sus compañeros. Allí se ganó fama de buen cocinero, sobre todo con el pescado.
El regreso de la democracia con Fernando Belaúnde Terry emocionó a los limeños, las expectativas económicas crecieron y Florentino Flores fue designado como supervisor de área. Luego pasó a Santa Anita, contratado por otra empresa. Le iba bien. Hasta que dos momentos en su vida lo hicieron reflexionar: viajó a la selva a montar negocios, pero se regresó asustado por la avalancha narcoterrorista de Sendero Luminoso al final del gobierno del fallecido Alan García; después viajó a Piura para poner una tienda de abarrotes y comida en el mercado de Piura. Le fue pésimo.
No prosperó, como en aquellos años no prosperó la elección del escritor Vargas Llosa frente a un ingeniero apellidado Fujimori Fujimori por la presidencia del país. Veintiún meses después, el Perú sufría el impacto de un autogolpe de Estado y Florentino Flores sufría el impacto de volver a empezar: solo tenía una mesa, unas sillas, sus camas y una esposa y una hija. Un amigo suyo, a quién conoció cuando trabajaba en Santa Anita, lo contactó: “Oye, paisano, vente a trabajar conmigo”.
“Cuando actúas con fe y perseverancia todas las puertas se te abren” – dice Florentino.
En cierta forma era una opción para empezar por lo que más sabía hacer: ser operario con equipos de fabricación de plástico. En aquel tiempo, su barrio en el populoso distrito San Juan de Lurigancho, San Gabriel, era una extensa sábana de arena con algunas casas levantadas a punta de cemento y ladrillo, lo demás era esteras, chacras lejanas y un centro penitenciario donde pagaban condena algunos de los más verracos delincuentes del país.
Él vivía frente a un pampón donde todos los domingos jugaban fútbol sus vecinos, que provenían de la sierra de todo el Perú. Su terreno, de unos 120 metros cuadrados, tenía un par de piezas de concreto armado frente al pampón y un corral de gallinas en la parte posterior. Un día de 1994, luego de hacer deporte, le piden que haga un cebiche para “la gente”. A todos encantó, así como encantó 20 años antes a sus compañeros en el puerto de Paita. Y nació “La cabañita piurana”, por el fútbol.
Entonces no lo dudó. Cada domingo armaba su cabañita: ponía sus mesitas, sus banquitos fuera de su casa, su toldo para evitar el sol y para que los deportistas y algunas familias vayan a comer un cebiche de caballa, un sudado de cabrillón y hasta pidan tamales bien a la piurana. Era una especie de rancho o cabañita bien rústica, con piso de tierra y chapas y viento con polvo. A esto se le sumaba que de vez en cuando nuestro personaje sacaba la guitarra y entonaba los pasillos casi con el llanto:
Hoy quiero llorar, pero no puedo,
Ni una lágrima de brota de mí.
He llorado tanto sin consuelo,
Lloro por tu amor, lloro por ti (bis)
Las canciones como plus de su naciente negocio y la sazón de Florentino Flores, ya conocido por su barrio como “El paisa”, empezaron a expandirse no solo por San Juan de Lurigancho, sino por más distritos de Lima donde los serranos habían empezado un futuro como él, habían sufrido con él, y como él se sentían parte de una Lima que resurgía democráticamente con el gobierno transitorio de Valentín Paniagua tras la renuncia de Fujimori.
Aunque la inauguración oficial de “La cabañita piurana” fue en febrero del 2001, y pese a que años más tarde sufrió un robo de más de 10 mil soles – que lo deprimió en exceso y hasta el punto de querer renunciar a todo -, el Paisa supo ahorrar e invertir para construir el primer piso de su restaurante, equipar mejor la cocina y vender hasta 20 kilos de pescado diarios en diversidad de platos. Actualmente, a sus 69 años, Florentino Flores recuerda cómo inició el negocio, sin querer, pero cuenta que aprovechó “la oportunidad, y ahora viene gente de Comas, de Miraflores, de San Borja…”.
Florentino Flores también considera parte de su éxito a sus hijos. Uno de ellos le sigue sus pasos. «Mi hijo Junior estudia Gastronomía y mi hija culmina la carrera de Ciencias de la Comunicación y me apoya en la publicidad de mi local», señala.
Su barrio ya no es el de los primeros años de 1990. Ahora tiene pistas, casas de hasta 5 pisos, una estación cercana al Metro de Lima, pero el pampón se mantiene allí. Su barrio lo llama “el Paisa”, aquel piurano cocinero, operario y compositor de pasillos y sanjuanes que bajó de los 3,500 metros de altura para hacer vida y prosperidad en los 1,000 metros, en la costa. Cuando le preguntamos con qué frase empujaría a más personas a arriesgar en un negocio, él responde:
-Del fracaso se aprende.