Cafetal es uno de los seis sectores de la comunidad campesina San Bartolomé de Olleros, en la provincia de Ayabaca, situado a más mil kilómetros de Lima y a unos 250 de Piura. En este pueblo, rodeado de caña, plátano y verdes invernas, vive Hermelinda Mondragón, una mujer alfarera de 74 años que no se cansa de empujar su negocio y arte, pese a las complicaciones o falta de apoyo externo. Ella es delgada, con una trenza canosa, manos arrugadas y las uñas matizadas por barro: el barro que usa desde niña para elaborar las ollas, cántaros, tiestos y tapas que se venden desde cinco o seis soles.
La casa de Hermelinda, como la mayoría de las viviendas en Cafetal sobre los 1300 metros de altura, es de adobe, tiene entradas con bancas -o poyos-, ventanas de madera, amplios corrales traseros para los chanchos, patos o gallinas, y techos armados con teja. Al amanecer, las viviendas se adornan con el humo y vapor que sale de las cocinas de leña. Si es fin de semana, algunos vecinos toman cervezas o cañazo (aguardiente de caña) en los pórticos o las tiendas de abarrotes, mientras suena alguna cumbia o reguetón. Es agosto, la vida en esta serranía piurana es fresca, con buen sol y ausencia de lluvias.
Allí viven personas con su lampa y alforja al hombro, machete envainado y sogas; son campesinos dedicados a la agricultura, ganadería y, en efecto, a la alfarería, porque la tierra “es especial”, según cuenta Raúl Mondragón, marido de Hermelinda, y quien ya frisa los 80 años. Los esposos andan por la casa sin zapatos, y cuentan, algo aliviados, que sí reciben pensión del Estado y eso les ayuda, en parte. El ambiente es invadido por el canto de gallos, los quejidos del gato o algún ladrido lejano, además de los sonidos de los pajaritos que andan por las chacras cercanas. En ese contexto desarrollan su arte las alfareras.
El proceso de elaboración de las ollas es el siguiente. Se consigue el barro en alguna chacra cercana y se pone a remojar al menos por cinco horas. Luego se amasa, o “se maja”, como dicen en Olleros, y se elimina las impurezas o piedras, de tal manera que quede el barro puro y listo para moldear sobre una base también de barro, dependiendo la medida, y usando maderas pequeñas para dar forma, alisar, cortar, pintar o marcar el objeto. Parece sencillo, pero necesita de paciencia y muchos años de práctica. Esta labor es considerada un arte conocido en toda la provincia de Ayabaca, sin una fecha o historia oficial de su origen, aunque poco difundido al mundo. Una vez realizadas las ollas, se espera que sequen unas horas para ponerlas, arrimadas unas sobre otras, al fuego de la leña durante dos o tres horas más. Y así están listas para la venta. Hermelinda no repara en la falta de ayuda de la autoridad, no obstante, es evidente la necesidad de cierta capacitación o apoyo formal para que las alfareras mejoren su técnica y su comercio.
Olleros, tierra de alfareras
“Desde los 12 años empecé a hacer estas ollas. Aprendí de mi hermana, Orfilia Mondragón. Ya falleció. Ella me dijo que aprenda para que me caiga alguna cosita (dinero). Y así fue. Ahora todo está caro, hay que subir el precio”. Las palabras de Hermelinda, agachada sobre las cacerolas frescas, recién hechas, y entre el cacareo de una gallina, toman confianza; ella explica que, cuando era “muchacha”, podía hacer hasta “una carga” de ollas, es decir, 12. Pero ahora, debido a que estuvo “enfermosa”y evitaba mojarse con el barro para no resfriarse ante el riesgo del COVID-19, solo puede hacer 4 o 5 ollas.
Las ollas que trabaja Hermelinda, así como lo hacen otras mujeres en la comunidad San Bartolomé de Olleros, se pueden usar para cocinar arroz, mote, alverjas, plátanos, hervir agua o guisar carnes. Son vendidas a personas que llegan hasta Cafetal o cambiadas por alimentos en diferentes partes de la provincia de Ayabaca. Estos artículos de barro son famosos, se transmiten de generación en generación. Así, Hermelinda aprendió de su hermana mayor, y muchos años después le enseñó a Manuela, una de sus 13 hijos e hijas que tiene con Raúl, quien observa a su esposa, mientras conversa, y explica la denominación “Olleros”: “Se llama así, porque antiguamente sabían hacer ollas de barro aquí”. No sabe más, el principio de este arte se pierde en el tiempo.
Para llegar hasta Olleros, desde Piura, el viajante puede demorar cerca de seis horas en camioneta o auto, pasando por Ayabaca, capital de la provincia. Por persona se puede gastar, en pasajes, hasta 80 soles. En esta ciudad, ubicada a los 2700 metros de altitud, las ollas de barro de San Bartolomé de Olleros son vendidas hasta más del doble de su precio en el mismo Cafetal, o sea, si una olla cuesta 10 soles, en Ayabaca puede valer hasta 25 o 30 soles. Pero hay un problema. Debido a la fragilidad del material, es complicado transportarlo en altas cantidades, porque las vías no están totalmente mantenidas y hay muchos baches. Es por eso que las alfareras esperan.
«Duelen los dedos y la cintura»
Manuela Mondragón comenta que, de tanto hacer ollas, “los dedos y la cintura duelen”. Al día, debido a su vitalidad o la fuerza de sus 40 años, puede elaborar hasta 12 ollas, como su madre cuando era joven. “Aquí vienen de cualquier parte a comprar ollas. Para hacerlas podemos tomar hasta cuatro días a la semana, traemos leña de lejos, está escasa. Aquí también sembramos yuca, caña, plátano, frejol, maíz o maní”, explica, antes de atizar el fuego que calienta las ollas.
Hermelinda, en la vida y dolencia de sus siete décadas, cuenta que tiene varias enfermedades, pero no quiere especificar. Sus manos, por momentos, tiemblan. Son las mismas manos que luchan para seguir elaborando las ollas que le brindan un sustento económico adicional a su hogar, conformado por su esposo, familiares que la visitan eventualmente y sus animales. “Poco he hecho durante la pandemia, estaba enfermosa. Me decían que no haga ollas, me vaya a resfriar. Ahora, como ya está más veranito, estoy haciendo”, sostiene.
Cafetal tiene las calles aún de tierra. En la pared celeste de su iglesia hay una pintura del Señor Cautivo de Ayabaca, una de las imágenes veneradas más conocidas en el Perú y por la que miles y miles de devotos peregrinaban todos los años en octubre, antes de la pandemia. Sin embargo, sobre este pueblito de San Bartolomé de Olleros también se despliega en total verdor un bosque reconocido por el Gobierno y en cuya cúspide está Aypate, el cerro que alberga el complejo arqueológico inca que fue importante centro del Tahuantinsuyo hace más de 480 años.
Hermelinda, bajo la imagen imponente del cerro Aypate y después de caminar por el sopor de las ollas entre el fuego, sitiadas junto a un mango alto, dice:
-Uno es pobre y necesita. Hay que hacer las ollas.