-Esta forma de tejer la aprendí de mi madre. Es su herencia.
Elvira Vicente tiene 60 años y así resume sus conocimientos sobre el tejido a telar de cintura o cungalpo, un arte que se remonta a épocas incaicas y se resiste a morir. Ella vive en Naranjito de la Cruz, un caserío del distrito Montero, provincia de Ayabaca, región Piura, a más de 1150 kilómetros de Lima, capital peruana.
Su amplia casa para diez hijos y su esposo, plantada con gruesos maderos, paredes de adobe y un pasadizo amplio de cemento, está situada en la loma de un cerro que tiene vistas a pueblitos peruanos y ecuatorianos, y aparecen por allí, de repente, sus perros, gallinas, gallos y patos en busca de alimento. A unos metros de la casa, pasando un lavadero, ella cría cerdos, y a lo lejos, desde las invernas, mugen las vacas.
En una de las columnas de su casa, Elvira desarrolla su arte cada vez que tiene tiempo libre: extiende los hilos urdidos a través de dos maderos llamados cungalpos. Uno de estos va atado con una soga a una pared o poste recio, y el otro es amarrado a la cintura de la mujer. Aquí aparece la callgua, que es una madera plana para ajustar los hilos combinados y así obtener una tela, según el diseño geométrico elegido, combinando colores y generando tejidos de hasta seis metros de largo para ponchos, chompas, jergas, manteles, colchas, cojines, correas, cartucheras o aperos para las acémilas -caballos, toros, burros, mulas o machos-.
En otros sitios de la serranía piurana donde se practica el tejido a telar de cintura, como Huancabamba o Morropón, el cungalpo también es mencionado kungalpu, y la callgua puede ser escrita como callua. Aún no hay explicación histórica oficial para el origen de este arte extendido a lo largo del Perú y que puede remontarse a épocas incaicas o preincaicas, es decir, hace más de 600 años, porque incluso el proceso de las artesanas ayabaquinas es similar al que hacen las mujeres de Cajamarca, de las comunidades nativas yines y matsigenkas de la selva de Cusco, o del Bajo Piura, en plena costa peruana. ¿Cómo lo aprendieron?
Para hacer un poncho de persona adulta, Elvira puede demorarse hasta una semana, trabajando todos los días, y cobrar entre 200 y 300 soles por el producto. El material usado: lana de oveja o lana acrílica, algodón…cualquier tipo de hilo.
-Haciendo mis tejidos me siento de 30 años.
Esto dice, entre risas, Elvira, quien es esposa de Guillermo Morales, un hombre dedicado a la agricultura y ganadería en Naranjito de la Cruz: caserío de unas 25 familias cerca de los dos mil metros de altitud. Por las mañanas, el colchón de nubes y la neblina se meten por todo sitio, hasta que el sol limpia el paisaje y se aprecian los enormes cerros, como el Cuchaín, donde hay piedras escalonadas, o el Yantuma, que vigila la ciudad de Ayabaca.
El arte no puede morir
Para Elvira Vicente, el arte del tejido a telar de cintura, como se le conoce a modo general, es una forma de empoderamiento femenino y apoyo a la economía familiar. Por eso, ella es parte de un genuino grupo de emprendedoras que se formalizaron el 2006 como la “Asociación de Mujeres Tejedoras Vitalina Núñez de Montero”, pionera en la organización, difusión y venta de este tipo de tejido ancestral en la región Piura, y que motivó a más mujeres de la provincia ayabaquina a unirse, formalizarse y exponer sus telares de colores y reivindicación andina; tal es el caso de tejedoras de los distritos de Paimas, Sapillica, Lagunas o Frías. Tiempo después, en el mismo Montero se formó la “Asociación de Tejedoras María Zimmerman”.
Desde aquella época, las “vitalinas”, así conocidas las tejedoras de Montero, persisten en la revaloración y vigencia de este arte. En total empezaron unas 35 mujeres -muchas ya pasan los 50 años- de distintos caseríos de Montero como Quebrada de Agua, La Majada, Chonta o Sicacate, y la mayoría desde niñas dedicadas a la agricultura, ganadería, elaboración de quesos, siembra de maíz y frejol, o la elaboración de miel con caña de azúcar. Sin embargo, también crecieron entregadas, por herencia de la madre, la tía o la abuela, al arte del tejido a telar de cintura, cual pasatiempo o quehacer necesario para elaborar colchas y cositas utilitarias solo para la casa, sin pensar en el potencial económico que representaba.
De ese modo, ya asentadas en la Superintendencia Nacional de los Registros Públicos (Sunarp), recibieron el apoyo de algunas organizaciones nacionales e internacionales y de diseñadoras profesionales, y fueron invitadas a eventos de alta relevancia, como el Perú Moda o Perú Gift Show, logrando ventas al extranjero. En la actualidad, las tejedoras de Montero tienen una tienda de productos en un ambiente facilitado por la municipalidad del distrito, si bien está cerrada por la pandemia del coronavirus.
Pero lo años no pasan en vano, y algunas tejedoras ya han fallecido. Melva Morocho, presidenta de esta asociación, cuenta desde su casa en Quebrada de Agua que en la actualidad hay 20 mujeres monterinas “en activo”, otras se han retirado. “Antes de la pandemia íbamos a ferias, y podíamos vender muchos bolsos, portacelulares, cartucheras, centros de mesa… Al mes, una tejedora podía recibir desde 400 soles por sus productos vendidos. Esto nos caía bien, nosotras no tenemos un sueldo”, sostiene Melva.
La gestora y primera presidenta de la “Asociación de Mujeres Tejedoras Vitalina Núñez” es María Adela Campos. “Nuestras actividades y reuniones empezaron de marzo a septiembre de 2004, recorriendo los caseríos del distrito y animando a las tejedoras a unirse y empoderarse. Es una iniciativa propia, porque mi madre, Vitalina Núñez, quien nació en Aragoto (un pueblo fronterizo con Ecuador), fue una profesora querida en Montero. Cuando se jubiló, formó un club de jóvenes de todas las edades y enseñó gratis a manejar las máquinas de tejer o bordar. Pero murió en 1991 por una dolencia al corazón”.
Adela Campos insiste en que no debe perderse este arte con mucha historia y cultura para el Perú, “por eso las autoridades deben impulsar las capacitaciones de diseño, ventas o marketing para que perdure en el tiempo”, pues estas maestras tejedoras son campesinas y ejemplos para muchas más en todo el país.
En Cujaca, una comunidad ayabaquina cerca al complejo arqueológico inca Aypate y a más 45 kilómetros desde Montero por carretera, 29 mujeres se organizaron el 2014 bajo el nombre de “Asociación de Mujeres Emprendedoras Manos Unidas de Cujaca” – AMEMUC. Ellas aun son una muestra más de esa resistencia del tejido a telar de cintura en la sierra norte del Perú, buscando una identidad e historia que se remonta a siglos de conquistas donde se fusionaban culturas originarias, incas y europeas.
El reto de las tejedoras
Dieciséis años después de su formalización, tejedoras como Elvira Vicente y Melva Morocho son conscientes de un reto esencial: la transmisión completa de su conocimiento a las nuevas generaciones. Por ejemplo, Elvira trata de enseñarle a sus hijas el tejido a telar de cintura, aunque no haya mucho tiempo para practicarlo por los estudios o el trabajo de cada uno.
“Nuestras madres o abuelas cambiaban los tejidos por alimentos con otros vecinos de caseríos vecinos, hasta por chanchos. Por aquí llegaban vendedores de ollas de Ayabaca, y canjeaban sus productos con los tejidos. Así era antes”. Reflexiona, mira sus hilos, jergas y colchas y continúa:
-Lo que más cansa es la cintura. Podemos estar horas sentadas, tejiendo.
Dieciséis años después de unirse con más mujeres, Elvira es consciente de que uno de los resultados del empoderamiento es el territorio ganado a las redes del machismo o los prejuicios sobre el potencial de su arte. Su esposo Guillermo le elaboró cungalpos y callguas de cachuto, un árbol de madera buena y fina para este tipo de materiales.
Es decir, él, así como otros esposos de sus compañeras, se involucró en el emprendimiento textil, y generó esa complicidad que poco a poco se fue formando desde que la recogía por los meses del 2006 en Montero, cuando las “vitalinas” se reunían para organizarse.
Si bien la pandemia COVID distanció a las integrantes de la “Asociación de Mujeres Tejedoras Vitalina Núñez”, Melva Morocho confía en reunirse otra vez con todas para potenciar más su tejido, confeccionando jergas, colchas o manteles que pueden vender desde 40 o 50 soles.
“Nuestro reto para este 2022 es retornar al local y seguir produciendo; hay que comprar material en Piura o Lima; para algunas mujeres ya es difícil bajar del campo a la ciudad por su edad”, insiste. De pronto, hace una pausa y lanza una frase que engloba los ideales de la asociación:
-El arte no debe morir. Queremos que las costumbres ancestrales no se pierdan.